Cerró
los ojos y pidió un deseo. Decían que aquellos puntos de luz que poseían largas
colas iluminadas y surcaban la inmensidad del cielo inmaculado cada cierto
tiempo, eran como los famosos genios de las lámparas mágicas. Sin embargo, en
vez de conceder tres deseos, sólo estaba permitido uno.
Ella nunca había creído en el destino ni en
ningún tipo de superstición. Era partidaria de que disponíamos de la libertad
suficiente como para crear nuestro futuro diariamente. Nadie estaba condenado a
ser esclavo de su propia suerte. Tanto la buena como la mala suerte eran
producto de nuestras buenas o malas decisiones. Pero la magia, la magia era
algo distinta. Sabía que no dejaba de ser otra de esas creencias irracionales e
ilusorias, aunque con un componente vital necesario para creer: no en fuerzas
sobrenaturales, sino en uno mismo. Era ilusión lo que permitía hacer realidad
nuestros deseos, nuestras ambiciones, nuestros retos. No era supersticiosa, de
eso estaba segura, pero le encantaba cumplir deseos. Hacer realidad sueños.
Como
las estrellas fugaces. Las velas de cumpleaños. Las pestañas cuando volaban. La
magia había formado parte de su vida prácticamente desde que tenía uso de
razón. La había enseñado a creer que hasta lo que no podíamos ver, si poníamos
el empeño suficiente para descubrirlo, existía.
Cada
mañana, cuando viajaba en el metro de camino al trabajo, era testigo de aquel
popular ritual donde la fuerza superior de los planetas y la predestinación tomaban
el control de nuestras vidas.
Hombres
y mujeres ataviados con sus mejores trajes, con expresiones somnolientas y esa
extraña sensación de tedio rutinario, invadían los vagones leyendo con un falso
esmero largos periódicos, en los que una de las secciones más buscadas era el
horóscopo. Aquella maravillosa sección que, con sólo saber la fecha de nacimiento, analizaba tu
personalidad y tu futuro. Y, lo curioso era que, lo que fuese que iba a
pasarte, iba a ocurrirle azarosamente a otro medio millón de personas que
compartían tu mismo signo del zodíaco. ¿Magia?
Hombres
y mujeres, convencidos de que ése era el día esperado en el que iban a cruzarse
con el amor de sus vidas. El destino jugaba sus cartas y ya era hora de que
dedicase un poco de tiempo a sus partidas. Si no ocurría, era su culpa.
Hombres
y mujeres víctimas de fracasos amorosos, creyentes de que ésa no era entonces
la persona adecuada que la vida les tenía reservada. El universo les estaba
mandando una señal. ¿Casualidad?
Su vida
no había sido precisamente una fuente de buenas experiencias y recuerdos que le
hubiesen permitido llevar una existencia tranquila y anodina. ¿Quién no se
hubiera aferrado a una creencia más allá
de lo meramente terrenal para superar el mal trago y recuperar la fuerza
perdida? Ella aprendió más que nunca a aferrarse a sí misma con una vehemencia
digna de una superhéroe. Por eso no le gustaba que le salvasen. Por eso su misión cada día, era salvar vidas, incluida la suya propia.
G.Ferestradé
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