Pronto apagarán las luces de este mundo y
cerrarán con llave sus puertas de cristal rajadas. Sellarán con veneno el
testamento de sus recuerdos para que nadie se contagie de su lenta agonía ni su
desgarradora enfermedad.
Murió infectado por el virus del desamparo y
la soledad, que se extendía por sus entrañas tejiendo una maraña de falsas
apariencias que fueron desgranando poco a poco su autenticidad.
Se lo detectaron a tiempo para su
recuperación, pero nadie colocó barreras de contención para el daño ni evitó la
propagación de la toxicidad por todos los rincones. El mundo estaba contaminado
sin remedio y sus síntomas eran palpables con las yemas de los dedos:
hambriento de nuevas ambiciones, voraz por atrapar la verdad de las más de mil
promesas que escuchaban sus oídos, ya sordos y exterminados por tantas falsas
melodías; sediento por beber del agua de la eterna reconciliación de la lucha
armada de intereses, tejidos de egoísmos personales, que se libra cada día en
la vida. Se ahogaba entre las deudas de las implicaciones que nunca se
defendían, deudas que nunca le pagaron: ni con un abrazo que estrechase sus
agujeros vacíos, ni con una caricia que suavizase sus múltiples asperezas, ni
con un beso que rogase perdón.
Arrastraba en su interior una pesada losa que
le impedía volar, cansado de recibir sonrisas clónicas, ninguna original ni
cómplice de su causa, abatido de soportar sus inmensurables golpes a la razón,
exhibiendo en su superficie las huellas de una apisonadora destructiva que se
posaba sobre las pequeñas huellas de la humildad.
Le habían cortado las alas y su vida se
restringía al mundo terrenal, sobreviviendo entre la maleza de los animales
salvajes y las plantas venenosas. Ya no podía recordar lo que soñaba, pues le habían
robado la imaginación y le habían prohibido relacionarse con aquellas sirenas
que le dulcificaban con sus cantos melodiosos, aquellos unicornios que le
enseñaban nuevos mundos con los que entablar una amistad y aquellas hadas con
su halo de encanto e ilusión.
Prohibida quedo la magia de la inocencia. ¿Qué
era eso? ¿Quién lo creó? El mundo está loco- se dijeron sus habitantes. Nadie
cree ya en fantasías de niños. Como prohibida quedó la verdad. ¿Qué era eso? ¿Quién
lo creo? El mundo está loco, sincerarse ya no es el objetivo, el objetivo es
ganar en una partida de constantes trampas y engaños. Preparado siempre para el
jaque mate, siempre despierto, alerta. Como prohibido quedó el amor. ¿Qué era
eso? ¿Quién lo creo? El mundo está loco. El objetivo ya no es sentir, sino
rodearse de pasiones sin sentido. Absurdos sentimientos idealistas, eso es el
amor. Como prohibida quedó la originalidad. ¿Qué era eso? ¿Quién lo creó? El
mundo está loco. El objetivo ya no es la diversidad, ahora lo que prima es la
igualdad-alegaban, y el mundo quedó
habitado por robots teledirigidos por hombres poderosos, que jugaban desde sus
casas con juguetes “de verdad”.
Así que le encerraron en la cárcel del olvido
con el grito unánime de ¡El mundo está loco! Amarrado a la estatua de la
libertad, exhaló su último suspiro: hombres
contradictorios para vivir, incoherentes hasta para morir, pues con él,
todos arrancaban su vida de la realidad. Se crearon así su propio lecho de
muerte y se enterraron unos a otros.
El mundo, ese loco soñador, yace hoy sobre un
cielo reparador. ¿Y tú? ¿Dónde vives hoy?
G.Ferestradé
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